Alberto me preguntó de
sopetón si podría describirle el coño de Claudia, te aseguro que me
quedé de mármol. Incluso convencido de que se trataba de un pregunta
retórica, jamás hubiera imaginado que me soltase una chorrada como esa.
En realidad, mi primer impulso fue salirme por la tangente, contándole
una película de ciencia ficción. Pero, por otra parte, la morbosidad de
la situación me excitaba al máximo. No me negarás que el asunto tenía su
aquel. Sólo pensar en las cosas que podía explicarle a Alberto me hacía
sentir como un maravilloso hijo de puta. Y, ya ves, al final decidí
ponerme el mundo por montera y hablarle, con todo lujo de detalles, de
las virtudes de aquel "gazapillo de peluche" de Claudia.
De entrada, empecé aclarándole que no es cierto aquello de que visto
uno, vistos todos. Hay coños para todos los gustos: risueños,
charlatanes, histéricos, caníbales, danzarines, respetuosos, malcriados,
imaginativos... (Si no te lo crees, lee "Trópico de Capricornio" de
Henri Miller). Y el de Claudia es de los que no tienen desperdicio. Pero
vayamos por partes.
A primera vista -como le dije a Alberto- la vulva de Claudia resulta de
lo más convencional. Sólo una rajita discreta, disimulada entre una
especie de musgo oscuro y rizado. Se halla bien defendida por un par de
muslos poderosos y anchos que terminan en un culo redondo como una
manzana. Nada extraordinario por cierto.
Pero, ¡ojo!, cuando Claudia se pone cachonda las cosas varían. Suele
abrirse de piernas, de par en par. Y la rajita se convierte en un chocho
dispuesto, de labios rojos y húmedos que van empapándose bajo la
pelusilla. No sabes lo fantástico que es, entonces, ir recorriendo con
la punta de la lengua aquellos márgenes ya desentumecidos y esponjados
como el reborde de un "souflé", hasta alcanzar el botoncito del
clítoris. Me gusta un montón lamerle ese granito de carne, duro y
purpúreo, porque Claudia en seguida pierde todo dominio y se encela como
una perra.
-¡Así, así, Dios mío...! ¡No pares, no pares nunca! -me ordena.
A veces, mientras con los dedos le penetro la raja, voy llenando de
saliva y chupeteando esa especie de frambuesa enana. Nunca falla.
Claudia se estremece, se agita como una loca, me aprisiona la cabeza
entre sus grandes muslos, y me refriega su coño por toda la boca. Se
vuelve estridente: inicia todo un repertorio de increíbles blasfemias,
de insultos, de amenazas, de gemidos... Por el modo de convulsionarse,
probablemente va encadenando una serie de pequeños orgasmos que
retroalimentan su excitación.
En ocasiones, me arrebata los dedos de su coño y me obliga a practicarle
un "postillonage". Como los tengo todavía mojados, resbalan fácilmente
dentro de su trasero. Con las falangetas curvadas, le voy haciendo
pequeñas rotaciones por las paredes del canal anal. Ella aprieta el
esfínter y mueve el culo como una putilla experta. Entretanto yo
profundizo con mi lengua dentro de su vagina, que tiene ese regusto
marino de hembra madura. Y no es necesario que encuentre ningún
imposible punto G para que Claudia, entre una sucesión de estertores
progresivos, se corra una o dos veces. A esas alturas del filme, su
cocho es un auténtico marjal que me deja la lengua impregnada de su
sabor, un sabor especialmente suculento.
En esos momentos, como es lógico, yo ya estoy empalmado como un viejo
sátiro. Tan pronto ella se da cuenta, se apresura a colocarse bien para
iniciar un 69. En plan solidario da un par de sorbetones a mi capullo.
Sólo lo justo: ni demasiado apasionada ni demasiado tibia. Es una mamada
competente: tanto para evitar que me corra en seguida como para lograr
que mantenga firme mi pene. Porque Claudia tiene planes muy precisos
para mi erección. En principio, se aprovecha de mi deseo. Controla su
felación, por más que yo le pida rabiando que me libre del lechazo que
hierve en mis cojones, que acabe de una vez por todas. Ella, sin
embargo, se limita a pasar su lengua por el frenillo, por la corona del
glande, por la punta tumescente de mi cipote. Una, dos, tres, cuatro...
veces. Lame y lame, limpiando las gotitas de licor preseminal que
empiezan a escurrirse ya por la boca de mi uretra.
ASÍ fue, inicialmente, el rollo que, de un tirón, le solté a Alberto. La
verdad es que, mientras le hablaba, me mantenía en guardia, al acecho
de cualquier reacción -agresiva o no- por su parte. Pero él, ¡tal vez no
lo creas!, me estuvo escuchando sin despegar la boca, sentando en la
penumbra de un rincón de la sala. Únicamente se levantó del sofá para
servirse otro whisky. Después, con la botella en la mano y el vaso
lleno, regresó para arrellanarse de nuevo, en espera de que yo
continuase.
"De acuerdo", pensé. Y ahora mucho más pausadamente fui detallándole
hasta qué punto el coño de Claudia se transforma en un espectáculo
despampanante. Empecé con el dibujo de aquellos labios menores
dilatados, brillantes de puro mojados, casi morados, palpitantes. Se
abren y se cierran con un ritmo lento y titilante. Son como las crestas
de un cráter volcánico a punto de estallar. Todo su chocho se convierte
en una flor carnívora, repulsiva y, al mismo tiempo, terriblemente
bella. Cada vez que aquellos pétalos de carne se me enredan en la punta
de la lengua temo que quede atrapada para siempre. Sin esfuerzo, esa
vulva al rojo de Claudia se engulle toda mi lengua y la mantiene
enjaulada, mientras la exprime ávidamente casi hasta hacerme daño. No la
detienen, desde luego, mis gritos de dolor que son también de placer.
Por el contrario, más caliente que nunca, no se corta en su furia, hasta
que le aplico una larga succión de clítoris. Entonces, es ella quien
grita, quien vuelve a insultar y a blasfemar, quien se enfurece contra
todos los dioses del universo, mientras con seguridad está disfrutando
de un orgasmo claramente sísmico.
Un orgasmo, de todas maneras, que no es definitivo. Porque, a pesar de
todo, el coño de Claudia es un surco insaciable. Cada vez está más lleno
de saliva, más lúbrico, más salobre y gustoso, más abierto y más
difícil de llenar. Me intimida y me pone terriblemente cachondo a la
vez.
-¡Chúpame la leche! ¡Ya! ‘Por favor! -le pido, más bien le suplico.
-Espera... Un poquito más todavía... Aguanta.
-¡No! ¡Ahora mismo, puta de mierda!¡Quiero correrme...!
Comprendo que no seré capaz de resistir mucho tiempo con la verga en
tensión y sin correrme. Y ella también lo intuye. Entonces, su gran coño
se suelta de mi boca. Poco a poco, se arrastra sobre mi cuerpo hacia
mis pies, dejando un trazo baboso. Hasta que lo pierdo de vista.
Claudia, de espaldas sobre mi vientre, se incorpora un poco y lentamente
va insertando en su madriguera toda mi miembro tieso. Luego, a
horcajadas encima de mi barriga, se la coloca a su gusto hasta
sentírselo bien acomodada.
Como es lógico, en esa postura, yo ya no le veo el coño. Pero, más que
nunca, siento como va devorando mi falo, a golpes de cadera. El culo de
Claudia se pone en marcha con la parsimonia de un diesel. Sube y baja
sincrónicamente, obligando a mi pija a actuar como un émbolo, dentro de
aquella vagina mojadísima.
Claudia, de este modo, me va jodiendo morosamente, con la esperanza de
retrasar la llegada de mi orgasmo en beneficio del suyo. Es un buen
intento, pero realmente infructuoso. Ya quisiera yo poder aguantar hasta
su límite. Pero, por más que lo procure, sé de sobras que va a ser algo
difícil. De todas manera, pruebo con toda clase de maniobras: me agarro
a sus nalgas pugnando por detenerlas; me incorporo un poco, con las
uñas clavadas en su espalda; me esfuerzo en pensar en cosas que me
repugnen... Pero aquel chocho implacable sigue ordeñando mi príapo
salvajemente. Por experiencia, Claudia sabe que en cualquier momento me
correré como un auténtico cerdo. Me correré antes que ella llegue a su
orgasmo final. Sabe que mi carajo ya no tiene edad para, después de
eyacular, mantenerse duro (o para volver a empinarse enseguida). Por
eso, mientras me va follando, empalada sobre mi vientre, se pone a
pellizcarse los pezones y a masturbarse el clítoris con la yema de los
dedos.
Y en eso, de golpe, me llega el trallazo de placer violento. Siento
como, con bocados voluptuosos, el coño de Claudia se zampa mi cipote, mi
masa encefálica, todo mi cuerpo. Siento como si se me reventasen las
pelotas con un dolor tan dulce que me hace disfrutar tormentosamente. Y.
tan dentro de su vagina como con mi polla puedo alcanzar -que no es
demasiado-, descargo un borbotón de esperma aguada y cálida. ¡Dios de la
gran hostia, qué gozada!: me corro, me corro, me estoy corriendo... Me
voy licuando hasta caer en una especie de éxtasis: una felicidad
desgarradora que me hace levitar como un globo en un país de lujuria.
En realidad, son tan sólo cinco o seis segundos. Porque Claudia, en
seguida, pincha y deshincha el globo: la muy cabrona no ha acabado
todavía. Cabalgando sobre mi barriga como una "cowgirl", se esmera en
masturbarse con los dedos. Acelera y acelera el ritmo de su paja.
Desgraciadamente no tanto como yo querría, porque aquel coño encendido
me está haciendo sufrir de mala manera. Mi pene se halla ya bastante
fláccido y tengo escoceduras en el glande y las ingles, causadas por el
chorreo de aquel sexo furibundo. Además, las nalgadas de jinete con las
que Claudia castiga mi estómago acaban por cortarme el aliento. Le pido
urgentemente al cielo que se venga ya, que se corra de una puñetera vez.
Incluso, a fin de estimularla, comienzo a practicarle un impaciente y
burdo manoseo de tetas. Pero ella puede mantenerse así, disfrutando de
su voraz pajeo, tres o cuatro minutos (para mí son como tres o cuatro
horas). Finalmente, los pliegues rollizos de su cintura empiezan a
agitarse, a temblar, cada vez más rápido. Claudia bota, bota y rebota,
montada en mi barriga. Lanza un gruñido estridente, propio de una puerca
violada, hasta quedarse casi sin resuello. Y, por fin, se derrumba
hacia adelante, sobre mis piernas. Cae con las nalgas y los muslos bien
prietos, a fin de que no se le escape ni una gota placer por ningún
agujero.
BIEN, con toda clase de pelos y señales, precisamente así, fui
detallándole a Alberto las cualidades del coño de Claudia. ¿Y sabes qué
fue todo lo que hizo mientras me escuchaba?: únicamente ir bebiendo y
bebiendo, hasta soplarse casi una botella. En todo instante, permaneció
impasible, flemático, en la penumbra de su rincón. Hasta que, en un
momento dado, advertí que, entre whisky y whisky, se estaba masturbando
en silencio.
Qué pasada, ¿no crees? Ya sé que me dirás que todos tenemos un punto de
escopófilos, es decir, de "voyeurs", aunque sólo sea intelectualmente.
Después de todo, ¿quién no se lo ha pasado de coña, a veces, pajeándose
delante de un espejo? Por otra parte, como he escrito alguna vez, para
que el sexo funcione adecuadamente es necesario una mezcla inteligente
de sensualidad y erotismo, con un buen chorrito de pornografía a fin de
alegrar la cosa.
Pero, ¿qué quieres?, esa actitud de Alberto era lo último que nunca
hubiera esperado de él. Por muy acertada que hubiese sido mi
descripción, él debe conocerse perfectamente ese gran coño. Se lo ha de
saber de memoria. Al fin y al cabo, Claudia es su mujer
La gran concha de Claudia
Posteado en Confesiones , Heterosexual , Sexo Anal , Sexo Oral en por Esperanza
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