A los 18 años yo era un chico tímido e introvertido con una sola obsesión en la cabeza: perder la virginidad. El hecho de que mis dos mejores amigos hubieran conseguido librarse recientemente de tan pesada carga me producía además una dolorosa sensación de torpeza, que hacía que me sintiese enfadado con el mundo y conmigo mismo. Lo peor era que Rubén y Fernando, mis amigos, sabían perfectamente de mi estado, y desde que ambos habían conseguido estrenarse no perdían ocasión para burlarse de mí.