Mi tía Alberta la nombró su heredera; le dejó casi diez millones de
pesos. Mucho menos que eso podía servirme para pagar diversas deudas. Me
estaba yendo tan mal que temía perder mi ralo patrimonio. Perla se hizo
rica de la noche a la mañana y los agraviados se dispusieron a impugnar
el testamento. Yo preferí seguir otra ruta; que mis parientes perdieran
el tiempo con abogados caros e hicieran berrinches entre ellos. Desde
que me enteré de lo sucedido diseñé un plan para llevarme una rebanada
del pastel.
Mi tía pasó los dos últimos años de su vida con Perla. Parece que se la
recomendó una amiga, quien prescindió de ella por razones que nunca
explicó. Obsecuente, la chica se mudó a casa de su nueva jefa y desde el
principio demostró tener capacidad para labores domésticas, así como
para hacer más llevadera la vida de una solterona. La tía Alberta no era
vieja; incluso a mí me sorprendió su muerte. Ahora creo tener una idea
más precisa de lo que le ocurrió. Parece que se encariñó con Perla al
grado de considerarla su hija; además, la avaricia de la familia era
evidente, lo que la impulsó a disponer de sus bienes sin considerar a
aquellos buitres (me incluyo).
Dije que planeé obtener siquiera una migaja de la fortuna. Mi plan era
sencillo, casi ridículo, de ahí que más de una vez me pareciera
impracticable. Desde mi óptica, Perla era tan taimada que había logrado
adueñarse de la herencia. Me costaba trabajo creer que por simple cariño
se hubiera apoderado de la última voluntad de mi tía. Como siempre he
causado piedad, resolví presentarme en casa de la occisa con el pretexto
de verla; fingiría desconocer su fallecimiento y actuaría respecto del
impacto que me produjera la causa de su muerte. En realidad me había
enterado del deceso de inmediato, pues la propia Perla, siguiendo
instrucciones de la moribunda, se encargó de enviar avisos rotulados a
la familia. Decidí convencer a la heredera de que no me había llegado la
misiva. Culparía hasta cansarme al cartero.
Llegué a aquella ciudad fronteriza en la tarde. El viaje en autobús me
hizo polvo la espalda y los glúteos. Mi magro presupuesto me hizo dudar
que lograría pernoctar en un hotel. Preferí anteponer mi farsa al
descanso. De la terminal me trasladé a pie a casa de mi tía. El calor me
calaba hasta la médula de los huesos. Comenzó a dolerme la cabeza. Los
pies me punzaban dolorosamente cuando toqué el timbre. Había una inmensa
corona negra en la puerta. Esperé medio minuto antes de que abrieran.
Perla era una belleza. Medía casi uno ochenta, pero ese rasgo no le
restaba ni un ápice de sinuosidad a su figura. La escasez de su ropa me
obligó a tragar saliva. Vi de refilón el nacimiento de senos turgentes y
una cintura imponente; el descaro me forzó a ojear las piernas y un par
de pies descalzos y deliciosamente torneados. Perla me examinó con ojos
grandes y verdes; no denotaban sorpresa, pero tampoco desinterés.
Previos balbuceos, me presenté y enuncié mi ensayado pretexto. Perla
denotó extrañeza; miró la puerta, como para darme a entender que había
ahí una corona que remitía a un deceso. Yo, al menos, debía saber que mi
tía vivía acompañada sólo por una persona.
—La señora murió —dijo.
Su voz me fascinó. Superé pronto el asombro para fingir congoja;
conseguí dejar de pestañear hasta que una lágrima de hipocresía resbaló
por mi mejilla. Murmuré algo sobre el tiempo que había dejado pasar y
las cosas que siempre quise decirle a mi extinta tía. Creo que enternecí
a Perla, o que mi patética figura cubierta de sudor le produjo lástima.
Me pidió que pasara. No me hice rogar. La seguí hasta la sala, gozando
del aire acondicionado que envolvía el entorno. Me tumbé en el sillón y
resoplé de alivio.
—¿Puedo ofrecerle algo? —dijo Perla.
La admiré por tres segundos antes de responder:
—Puedes hablarme de tú, y traerme algo de agua. Con hielo.
Sonrió y vi entonces sus dientes perfectamente alineados y muy blancos.
Se alejó hacia la cocina y de nueva cuenta barrí con la mirada su
excelente figura. Encendí un cigarrillo y sentí cómo el humo raspaba mi
garganta. Perla me extendió un vaso con agua fría, que bebí sin
moderación. Dos gotas chorrearon por las comisuras de mis labios. Perla
se sentó en el sillón, con las piernas juntas. No me quitaba los ojos de
encima. Vi con desgano un retrato de la fallecida y luego regresé la
mirada a mi linda anfitriona.
—¿Cuándo la enterraron? —pregunté.
—Anteayer.
—¿De qué murió?
—Infarto.
—¿Podrías darme más agua?
Era evidente mi desinterés en el tema. Lo único que me importaba era
estar cómodo. Perla sonrió y fue de nuevo a la cocina, de la que trajo
una jarra llena de agua. Me rellenó el vaso y, acaso divertida, me vio
beber. Como Perla parecía no querer llevar las riendas de la
conversación, lancé un discurso sobre el efecto del alejamiento entre
parientes. Ni yo mismo lo creí. Perla me escuchaba por pura educación.
—No te mentiré —dije—. Vine con la intención de quedarme algunos días
con mi tía. Me quedé sin trabajo en la capital y quiero recomenzar mi
vida en este sitio. Toda mi familia es de aquí, ¿sabes?
—Sí.
—¿Quién se quedó con la casa?
Rió por lo bajo.
—Yo.
—¡Ah! —fingí sorpresa—. Ya veo. En tal caso, lamento haberte molestado.
Me puse en pie, esperando en mi fuero interno que ella me detuviera. Por fortuna lo hizo.
—No —dijo, levantándose—. No te vayas. Me gustaría que te quedaras.
Abrí los ojos como platos, me relamí los labios, escruté el rostro de Perla.
—¿De veras?
—Sí. Ven, te mostraré tu habitación.
La seguí a la segunda planta. Yo casi cojeaba, pues el dolor en los
pies era tremendo. La habitación era muy grande y tenía baño. Perla me
recomendó descansar. Al rato cenaríamos. Se retiró. Enseguida me desnudé
y me puse bajo la regadera. El baño con agua helada me reanimó un poco,
pero no disipó mi cansancio. Aún desnudo me tumbé en la cama. Me
extrañó el afán de dormir que me sobrevino. Me dormí.
Desperté y me vi todavía en la cama, pero no precisamente en posición
para dormir. Estaba bocabajo, y con manos y pies atados a los cuatro
postes que soportaban el dosel. Advertí que tenía un par de almohadas en
la zona pélvica. Con la vista algo borrosa revisé el derredor, y
entonces hallé el porqué de la pasión de mi tía por Perla.
La mucama era hombre. Tenia un pene de veinte centímetros de longitud.
Erecto y palpitante, era acariciado por una mano tersa y con las uñas
pintadas de rojo. Perla me miraba con una mezcla de deseo y
satisfacción. Confesó que había agregado a mi agua pastillas para dormir
en polvo.
—Tus parientes no tratan de engañarme, por lo menos —agregó—. ¿crees
que me tragué tus patrañas? Estoy segura de que viniste para quedarte
con algo. Alberta nunca te consideró para su testamento porque aborrece a
los perdedores.
Yo forcejeaba inútilmente.
—Esto es un ultraje —pude decir, aunque en mi fuero interno esperaba ansiosamente el siguiente paso de aquella amazona.
—No verás ni un centavo de mi herencia —dijo Perla, colocándose sobre mí—, pero te daré lo que mató a tu tía.
Ya me había aplicado lubricante en el culo, y no dudo que lo había
distendido con sus dedos. El caso es que su enorme pene, sin condón,
ingresó limpiamente en el agujero, causándome un placer indescriptible y
una pizca de dolor (era mi primera vez). Se me salió un gemido.
—Te advierto que te amordazaré si gritas —sentenció.
Apreté los dientes, aun cuando me hubiera gustado que me amordazara.
Comenzaron las embestidas. Aquello era delicioso y esperé que continuara
por mucho tiempo.
—No estoy enferma —me dijo al oído—, en caso de que te lo hayas
preguntado. Alberta murió de un infarto, como te dije, justo después de
que me la cogiera como nunca.
Estaba a punto de perder el sentido y de venirme, pero quería hacer algo antes.
—¡Déjame quedarme! —rogué—. ¡Te lo suplico! ¡Seré tu esclavo!
Rió macabramente, imprimió otro ritmo en las embestidas y, finalmente,
eyaculó con abundancia. Dos segundos después me vine, gozando de un
placer que nunca antes había experimentado. Creí que moriría de
excitación. Perla sacó el pene de mi recto y lo sacudió un poco, de modo
que las gotas restantes de su semen mojaron mis nalgas. Bajó de la
cama, anduvo hasta quedar frente a mí, se inclinó y, mirándome a los
ojos, dijo:
—Tendrás que ganarte un lugar a mi lado.
Acepté el reto. Pasaron dos semanas antes de que ella decidiera
adoptarme en calidad de mucamo. Me encanta que me haga su perra cada vez
que se le ocurre; mamarle la verga, lamerle el culo y las plantas de
los pies, chuparle los pezones y recibir sus castigos, son la razón de
ser de mi vida.
Ya se alargó el litigio que desató el testamento de mi tía. No me
importa. Ya tengo lo que quiero.
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