Era por ese entonces un mozalbete, igual de cachondo que hoy en día, pero con una exceso de testosterona propio de la edad.
Noviaba con una niña de mi misma edad, de nombre María Rosa, con la cual andábamos de escarceos permanentes, pero sin llegar a concretar un encuentro sexual completo. Como imaginarán el magreo, o la franela, como le decíamos en Argentina, me provocaban una notorias erecciones y un insoportable dolor de huevos, que sólo conseguían alivio luego de unas buenas pajas.
El intercambio de baba, el toqueteo de chocho y polla, la masturbación por sobre los interiores, se daba todas las noches, en el portal de la casa de mi novia.
Los padres, como a la sazón se estilaba, no se acercaban para exigirle a María Rosa que me despidiera, sino que bastaba un grito de la madre, o peor aún, del padre, para que interrumpiéramos nuestra faena y me marchase para casa más caliente cada día que transcurría
Una de las noches, en que evidentemente no escuchamos los gritos de los padres, la mamá, Doña Haydee, se acercó donde nos encontrábamos manoseándonos, pero, por lo que luego pude saber, previamente nos estuvo espiando y escuchando nuestra conversación.